Son el ‘patito feo’ del sistema laboral español. Para algunos, no son trabajadores porque ellos mismos representan su propia empresa e incluso algunos tienen empleados a su cargo, lo que les da una imagen de empresarios, aunque con aspecto de segunda división. Para otros, tampoco son empresarios, porque no se sienten como tales y no se identifican del todo con los valores de este colectivo. Muchos de ellos, incluso, han llegado a la situación de autónomos a disgusto, forzados por un despido o la imposibilidad de encontrar un empleador y pese a que no tienen vocación alguna de navegantes solitarios.
Y, sin embargo, no son pocos. En España, un total de 3.024.652 personas están dadas de alta en la Seguridad Social dentro del régimen de autónomos. La cifra real, por tanto, será bastante superior, ya que muchos de ellos ni siquiera han cumplido este trámite de afiliación obligatorio. En el País Vasco, según los últimos datos oficiales, son 173.846 personas quienes ostentan esa condición laboral. Un ejército. En términos relativos, representan en el País Vasco casi el 18% de la población activa y una tasa muy cercana al 19% de los que realmente están ocupados.
La Administración, directamente, les castiga. Al menos, si se analiza su situación en comparación con el resto de trabajadores. A saber. Mientras que un trabajador por cuenta ajena puede optar por la jubilación unos años antes de cumplir la edad requerida -65 años hasta ahora- pagando un precio proporcional por ello –la pérdida de una parte de la pensión, mayor cuanto más se anticipa el retiro-, el autónomo ya puede hacer una peregrinación a la Virgen de Lourdes, que ni con esas. Se ponga como se ponga, está obligado a aguantar al pie del cañón hasta el último día, so pena de perder todo derecho sobre su pensión. En el ámbito fiscal no pueden acceder a las deducciones generales que se aplican a los trabajadores por cuenta ajena, además de tener que soportar un tortuoso calvario para defender ante la Inspección fiscal que muchos de los gastos que realizan están «justificados para obtener los ingresos».
Hace poco más de dos años se instauró el seguro de desempleo para este colectivo pero, de nuevo, los poderes públicos les aplicaron la ley del embudo, por el lado más estrecho. No solo las prestaciones son inferiores –un año máximo frente a los 24 meses de los trabajadores por cuenta ajena-, sino que acceder al cobro requiere pasar primero por un suplicio. No solo tiene que existir un «abandono involuntario de la actividad», como en los empleados por cuenta ajena, sino que el autónomo ha debido comerse previamente una parte de su patrimonio, ya que solo puede activar la prestación por desempleo si demuestra que ha tenido pérdidas equivalentes al 30% de sus ingresos en el último año o del 20% en dos años.
Aunque estas cosas nunca se cuentan de forma abierta –no es políticamente correcto-, lo cierto es que ese ‘maltrato’ que les dedica la Administración tiene su origen en la convicción –probablemente acertada- de que en este colectivo se concentra un porcentaje elevado del fraude que existe en nuestra sociedad. Tanto en lo que hace referencia a la tributación fiscal como al de las cotizaciones a la Seguridad Social. ¿Es justo? Seguro que sería más equitativo reforzar la lucha contra el fraude para descubrir con nombres y apellidos a quienes trasgreden las normas, que castigar de forma generalizada a tantos miles de personas.

Noticia procedente de elcorreo.com